La dirección de la feria Art Lima debe haber descubierto, con el café de la mañana, que una desazón mayúscula y colectiva no se repara tan solo con un comunicado. Más aún cuando más que ofrecer disculpas por un error garrafal, se quita cuerpo.

Sobre el trasfondo ya hay relatos interesantes (como este), por lo que solo quiero resaltar un par de puntos sobre el comunicado mismo:

Primero. Plantean que “[d]esafortunadamente, la coyuntura ha hecho que la firma de este auspicio haya tenido una interpretación política que es totalmente ajena a las intenciones que motivaron su firma”.

Su sorpresa ante ello resulta incomprensible, sobre todo considerando que la dirección de la feria ha declarado que su ventaja comparativa es ser peruanos y vivir en el Perú, lo que les daría un conocimiento de primera mano de la realidad nacional. No es “desafortunado” el que se haya hecho una lectura política del convenio porque no tiene nada que ver con la fortuna, buena o mala. Aquí no se produjo un evento fortuito que “desafortunadamente” coincidió con la firma del convenio. En el ámbito cultural limeño, la pésima gestión cultural de Castañeda es el tema más comentado y discutido desde hace meses.

Segundo. Plantean que el problema de fondo es que “el auspicio no ha sido bien recibido por parte de nuestra comunidad artística”.

Decir esto supone que el problema está del lado del receptor, que no ha sabido entender la intención del convenio. Pero el problema no es la recepción del convenio. El problema es el convenio en sí, precisamente en medio de esta coyuntura. Contra lo que quizás creen, las coyunturas no soy “coyunturales”. La política (incluida la cultural) está hecha de coyunturas. De hecho, la mismísima existencia de las ferias en Lima es también producto de la coyuntura. Por ello, es absurdo pensar que es posible leer un convenio de un supuesto apoyo cultural por parte de Castañeda al margen de la política cultural de la Municipalidad de Lima.

Si la intención era, como dice el comunicado, posicionar a la feria para que esté “a la altura de las de las principales de la región”, habría que decir que eso se logra con el trabajo conjunto de todas las trabajadoras y trabajadores que producen el evento y no con un convenio impulsado, a todas luces, unilateralmente.

El artista Alfredo Márquez ya ha anunciado que mantiene su alejamiento de la feria, para evitar el triunfo del pragmatismo más cínico. En otras palabras, no quiere que se piense que se puede intentar seguir actuando así, “a ver si cuela”. También Ramiro Llona mantiene su posición. Y no son los únicos. Este es el efecto de “posicionamiento” logrado. Una lástima pero era algo previsible.

Una decisión de tamaña magnitud como firmar un acuerdo con Castañeda en medio del actual contexto político—y tomarse una foto con él (de ahí que se hable de un “lavado de cara”)—tendría que ser, como mínimo, comunicada previamente a las personas que vienen trabajando esforzadamente en la feria desde hace meses, para que tengan oportunidad de opinar. Porque para imponer decisiones nefastas en cultura ya tenemos al alcalde.

¿Qué significan las dos recientes y acaloradas discusiones que se han desatado en Lima, en blogs y RRSS, alrededor de dos eventos de fotografía? Sobre la exposición de Luz María Bedoya “Líneas, palabras, cosas”, se ha cuestionado el valor de la obra y el papel del discurso curatorial. Sobre el Salón Nacional de Fotografía ICPNA 2014, se ha acusado al premio de ser una estafa y un robo.

Ambas discusiones evidencian, por un lado, cuán extendido está el discurso “conspiranoico” con respecto al arte contemporáneo, que lo considera poco menos que un engaño. Se ha repetido hasta el hartazgo que estamos ante un “traje nuevo del emperador”. Esta posición impide avanzar en la discusión porque supone decir: “yo no soy un/a idiota que no puede ver el traje nuevo del emperador, tú eres el/la idiota que crees ver el traje ahí donde no lo hay”. Acusarse mutuamente de idiotas o delusionales deja de lado la pregunta por el arte, mucho más difícil, por cierto.

La versión “conspiarnoica” extrema la encarna la acusación de que el Salón Nacional de la Fotografía ha estado amañado y que un jurado vinculado en diversos grados al Centro de la Imagen ha premiado injustamente a un ex-estudiante de ese lugar, con fines promocionales.

Cabe distinguir entre las preguntas legítimas sobre la conformación del jurado y la suspicacia como premisa. Esta desconfianza básica hacia las instituciones probablemente responde a los largos años de convivencia tolerante con la corrupción en el Perú. Pero también concierne a las grandes dudas acerca del funcionamiento del “mundo del arte”. El jurado—que determina el premio—es tomado como encarnación del mundo del arte y premiar—que es dictaminar qué es bueno—se extrapola al decretar qué es arte (y qué no). Ante la dificultad de entender los criterios de premiación/designación de la categoría “arte”, se propone un criterio fácilmente comprensible: el interés económico (encubierto).

Por otro lado, estas discusiones también evidencian que ciertos modos de ver, ligados al modernismo, siguen muy arraigados en Lima. Las muchas voces que han pretendido decretar, casi positivistamente, qué es y qué no es la fotografía, especialmente de cara a las imágenes premiadas de Samuel Chambi (que están basadas en los glitches de un escáner), son un buen ejemplo. Asimismo, los memes que han surgido con las fotos premiadas lo dejan claro: se asume que algo debe ser representado, siempre.

Esta perspectiva moderna también subyace al reclamo de “valor artístico” (léase formas reconocibles de complejidad formal o virtuosismo técnico) a las imágenes de Luz María Bedoya, a la demanda de definiciones formales de medios artísticos en las bases del concurso y al papel que se espera de los eventos institucionales, como concursos y bienales, como si su función fuese resguardar las fronteras entre categorías—fotografía y no-fotografía, por ejemplo—. Sobre ese último punto cabe recordar que hace casi un cuarto de siglo, en 1990, la Bienal de Venecia otorgó el León de Oro a los fotógrafos Bernd y Hilla Becher, en la categoría escultura.

Lo que ha incomodado es que las fotos premiadas no se vean como fotos—un criterio de medios—. ¿Alguien se pregunta por los criterios detrás de otras premiaciones? Para cualquier concurso y sin necesidad de suspicacias deberíamos preguntarnos, como ejercicio crítico: “¿por qué esa obra y no otra?”

De todo esto se desprende que la presunta “contemporización” de la escena artística limeña, con sus ferias internacionales, nuevo coleccionismo, nuevos centros artísticos, galerías que acogen arte “experimental”, grandes exposiciones itinerantes de arte contemporáneo en museos, etc., es más tenue de lo que parece.

Lo más curioso es que el “momento contemporáneo” en Lima fue promovido desde la fotografía: Lima Photo inició actividades en 2010, tres años antes que las ferias Art Lima y PArC (asentado sobre el festival internacional de la fotografía “MiraFoto”, que tuvo cinco ediciones, entre el 2001 y el 2005). Incluso el Museo de Arte de Lima reabrió sus puertas en 2010, luego de dos años de remodelaciones, con una exposición del fotógrafo Mario Testino. Y Mario Testino mismo inauguraría su Asociación—hoy museo—MATE en 2012, impulso institucional que prosiguió con la inauguración del MAC Lima en 2013.

Se diría que aquí el arte contemporáneo ha sido escoltado como si lo moderno se hubiese superado totalmente y se pudiese pasar la página de la historia. Por ello es que la naturaleza de estas discusiones revela un problema en cuanto a la contemporanización: ¿qué hay de la audiencia? ¿Hemos transitado o estamos transitando a lo contemporáneo? ¿Cómo se proyecta la contemporaneidad local ya no al futuro, sino al presente?

Aparentemente, hay una parte no desdeñable del público interesado en el campo del arte—lo suficiente como para escribir y comentar—que, más que objetar críticamente ciertas obras, las rechaza frontalmente sin entender los criterios que las sustentan. Y ese no es un problema del público tanto como de productores y agentes culturales.

El que las personas comenten libremente es el aspecto democrático del arte: todos y todas reconocen su derecho a opinar. Lo problemático del campo artístico es que el público no sienta la necesidad de informarse o, al menos, intentar “dialogar” con la obra antes de comentar. Más problemático aún es que por momentos el nivel haya descendido por debajo de algo digno de llamarse “discusión”—hay dimensiones de la democracia que no se han asumido y mucho menos institucionalizado localmente—.

La “prehistoria” de nuestra contemporaneidad está en las bienales de Lima que se dieron entre 1997 y el 2002, eventos clave para acercar otro tipo de producciones artísticas al público peruano. Pero con su desaparición en 2003 bajo el gobierno municipal de Castañeda, cierta posibilidad de formación de audiencia se perdió.

Ahora bien, ese es un dato operativo, no una excusa. Podríamos también culpar al Ministerio de Educación, a los colegios o a las universidades por no formar al público en materia artística. ¿Pero realmente podríamos reclamar al público por no informarse sobre arte si el diálogo no ha sido un eje trasversal de la actividad artística local? ¿Cuántos espacios de exhibición programan eventos pedagógicos y/o de discusión de manera sistemática? ¿Cuántas individuales sin siquiera una visita guiada de parte del/de la artista?

Y eso para no hablar de una formación temprana extendida, con programas educativos para niños y niñas. No es un asunto de centros culturales, de museos, de ONGs o de escuelas. Es un problema de todos/as: somos co-responsables de esta escena. Y eso incluye a las iniciativas comerciales. Como ejemplo, la feria Frieze—que como toda feria tiene fines de lucro—tiene programas pedagógicos para escolares de bajos recursos.

El arte contemporáneo ciertamente puede resultar esotérico. Pero el arte siempre ha sido difícil y presenta retos a la audiencia. Que una persona esté más familiarizada con, por ejemplo, las imágenes de los impresionistas permite un acercamiento más fácil a esas obras pero no supone que se hayan “entendido” plenamente. Para ilustrar esta idea usando un icono archiconocido, ¿cuántas personas serían capaces de explicar ahora mismo (y sin googelear) por qué La Mona Lisa es una obra tan importante en la historia del arte? Repito, el arte siempre es difícil. El arte conocido parece fácil pero en realidad no lo es. Lo fácil es el entretenimiento.

Si no emprendemos ya la tarea de difundir los discursos, de explicar las posiciones y los criterios, de intentar dialogar, de enseñar al otro y de aprender del otro, el resultado será el mismo y lo más contemporáneo que tendrá la escena local serán los memes.

El pasado domingo 27 de marzo concluyó en Lima el ciclo de conversatorios de la feria PArC, coordinado nuevamente por Miguel López. El programa, que en general estuvo muy bien, cerró con la mesa “¿Cómo hacer públicas las cosas? Investigación y curaduría”—con presentaciones de Agustín Pérez Rubio, Jorge Villacorta, Emiliano Valdés, Manuela Moscoso y moderado por Florencia Portocarrero—que estuvo excepcional.

Las presentaciones plantearon cuestiones fundamentales ligadas a la comunicación y el “outreach” al público, relativas al trabajo curatorial. En ese sentido, resultó sumamente interesante el modo en que Agustín Pérez Rubio escenificó ese “llegar al público” a través de su interacción con el mismo, donde mover al auditorio (y ciertos juegos con las sillas) “representaba” la desestabilización y desplazamiento de posiciones de autoridad del que hablaba.

Pero, de manera similar, la misma situación también escenificaba el problema estructural del “hacer público” en el contexto de una feria, afectando a esta charla y al ciclo de conversatorios mismo.

Si el tema de la discusión era “¿Cómo hacer públicas las cosas?” quedaba por preguntarse cómo hacer pública esa misma charla que, en el contexto de una feria a la que hay que pagar para entrar, termina siendo no pública sino privada.

Hubiese sido conveniente transmitir el ciclo de conversatorios por streaming y/o grabar el material y subirlo a internet, para que sea accesible para un público más amplio. Ello, considerando que si hoy en día las ferias incorporan programas de charlas, es para ir más allá de su propósito comercial, lo que supone darles un alcance mayor.

La respuesta (parcial) al problema fue dada un día después, desde fuera de la feria. El grupo/evento conocido como “Charla Parásita” (conformado por Florencia Portocarrero, Iosu Aramburu y Giuliana Vidarte) había invitado a Agustín Pérez Rubio a dar una charla—gratuita y abierta al público—en la Sala Luis Miró Quesada Garland de la Municipalidad de Miraflores, sobre temas cercanos a los que abordó el domingo.

Como todo parásito, la Charla Parásita es un evento “oportunista”: busca aprovechar oportunidades coyunturales para su programación. Su objetivo es extender el alcance de ciertos discursos, invitando a artistas, curadores y críticos que se encuentran de paso por la ciudad a compartir su conocimiento. Para ello, se busca el apoyo institucional (en términos de espacio y equipo) y se recurre al compromiso compartido por sus organizadoras e invitados con la educación, la discusión y la difusión cultural para sortear el carácter privado—y las barreras económicas—de eventos tales como una feria o un curso de pago.

En esa misma lógica “oportunista” se sitúa la feria APUFF (este año en paralelo a Art Lima), la exposición Otro Orden en la sala La Polaca (inaugurada durante PArC) y la Galería Ambulante, que en plan happening parasitario aparcó su triciclo con obras de arte fuera del Museo de Arte Contemporáneo, la misma noche en que allí se inauguraba PArC.

La historia de este tipo de oportunismos es larga y ha sido clave para la historia del arte. Entre sus ejemplos emblemáticos están el Pavillon du Réalisme que Gustave Courbet montara en 1855 (creando para ello una estructura temporal situada exactamente al lado de la Exposition Universelle), que algunos historiadores consideran la primera individual en un sentido moderno, y el Salon des Refusés de 1863 (que agrupó a un gran número de obras rechazadas por el jurado del Salón de París e inauguró dos semanas después del salón oficial), que se considera la contra-exhibición por excelencia, es decir un hito en la historia de las “escenas alternativas”.

La Charla Parásita sigue un modelo de simbiosis, aunque, siendo más exactos en la metáfora biológica, hablamos más bien de mutualismo (si bien cabe reconocer que “Charla mutualista” suena fatal). Este tipo de modelos, sobre los que he escrito previamente aquí mismo, son especialmente importantes en contextos de crisis o carencia, porque permiten dinamizar una escena aprovechando las instituciones/infraestructuras preexistentes, con o sin su apoyo.

En el caso de la escena limeña, las carencias básicas son dos: una, referida al poco alcance de ciertos discursos (este tipo de discusiones han sido infrecuentes localmente) y la otra, referida al escaso sentido de lo público (el grueso de la actividad artística en Lima ha corrido por cuenta del sistema comercial y de instituciones privadas).

Debido al “sentido común” anarco-neoliberal que se ha ido establecido en esta ciudad—cosa que constato cada vez que estoy por aquí—se hace necesario plantear la importancia de lo público en materia artística: el arte, tal como lo conocemos, está predicado sobre la idea de lo público. La idea de una esfera pública del arte fue anunciada por la aparición de la exhibición pública y la crítica de arte (ambas surgidas a mediados del siglo XVIII) y del museo y la colección públicos (emblematizada en la inauguración del Louvre en 1793). Un circuito de pago, cada vez más dominante, niega esa dimensión pública y por ende, afecta el sentido y significado colectivo que podría tener el arte—es decir, su valor de ciudadanía—.

Este tipo de eventos “simbióticos” dan cuenta de una importante apuesta por “desprivatizar” los discursos, el conocimiento y el alcance de lo artístico—algo necesario incluso para la sostenibilidad de las iniciativas privadas con fines de lucro—. Por ello hay que apoyarlos. Aunque, a decir verdad, lo ideal sería que su sentido parasítico de oportunidad para la democratización pedagógica se extendiera como una plaga.

En el contexto de una clase sobre arte y economía (parte de un curso de Teoría del Arte Contemporáneo), un alumno comentó sobre un artículo publicado en la revista Semana Económica en el que se recomienda cinco jóvenes artistas peruanos como una potencial buena inversión en arte (Lucía Rodrigo, “En busca del talento escondido”, Semana Económica, 13 de abril, 2014, Nº1417, pp.34-36).

El alumno abrió su Facebook y leyó en voz alta parte del texto (colgado en alguna foto), lo que dio lugar a una discusión interesante acerca de la idea de que el mercado del arte es una “economía del convencimiento” y de los procesos de legitimación y validación institucional a la que está ligada.

Dado que el sistema artístico funciona a partir de ciertos consensos que dan lugar a la (re)valoración estética y económica, en la lógica de la inversión económica, no hay nada tan valioso como poder anticipar el consenso. Es decir, la ganancia mayor estaría en el descubrimiento. De ahí que el artículo señalase que “[la revista] SE ha seleccionado a cinco artistas emergentes peruanos que considera serán los próximos Google o Facebook del mundo artístico”.

Cuando hablamos de arte emergente, el juego entre legitimación presente y posible valoración futura es particularmente complejo. En un escenario como el limeño, en donde el mercado está aún en proceso formativo, el tejido institucional no es grande ni está consolidado de manera pareja y el manejo de criterios profesionales/académicos es cosa de muy pocos (incluso dentro del mismo núcleo del mundo del arte), es predecible que haya poca comprensión de cómo se da esta relación. Ello puede verse ilustrado en la poca solvencia de los argumentos dados por la revista para avalar sus recomendaciones (independientemente del mérito que puedan tener o no tener esos artistas sugeridos).

Para solo mencionar un par de instancias, el artículo sostenía sobre uno de los artistas que “[s]u visión y su compromiso con el arte aseguran su evolución artística”, cuando en sí mismo concluir una formación artística y buscar entrar al circuito profesional entraña dicho compromiso (no es infrecuente que alguien estudie artes en contra de la voluntad de sus padres) pero no garantiza ninguna evolución.

En cuanto a la “visión” del artista, líneas abajo se lo cita diciendo que él no concibe “un futuro sin tener el dibujo o la pintura de por medio”. Pero resulta difícil entender la garantía que dicha visión ofrecería, tomando en cuenta que las consideraciones de virtuosismo técnico y manejo de medios tradicionales no importa en cuanto a la aceptación o rechazo de un artista en el mundo del arte contemporáneo.

En el caso de otro de los artistas seleccionados, se menciona que la constancia en su producción “permite observar su maduración y evolución, factor clave a tener en cuenta al invertir en arte.” Pero, extrañamente, también se menciona que el artista está preparando su primera individual. Si bien es cierto que en materia de asesoría y consultoría artística se emplean los criterios de maduración y evolución, resulta paradójico hablar de “maduración” en este caso.

Como cualquier profesor/a de artes plásticas puede atestiguar, la maduración y evolución—conceptos ligados a procesos temporales—se dan a partir de una suma de experiencias de cotejo y no la sola producción constante. La constancia importa pero no determina. A fin de cuentas, se puede insistir en el error. Y es a partir de la articulación de proyectos más complejos y ambiciosos (como las exposiciones individuales, por ejemplo) que impliquen someterse a la opinión pública y, sobre todo, al escrutinio especializado, que la constancia adquiere sentido y que la evolución surge como una posibilidad real: ya no el progreso del estudiante, sino la evolución del artista profesional.

Hubiese sido más válido que el artículo dijese que este artista emergente es prometedor, talentoso, interesante o algo por el estilo y no aludir a conceptos aplicables a artistas que han avanzado más en su carrera. No es un asunto de mero rigor académico; lo que está en juego es la diferencia entre un informe y un brochure publicitario.

En ese sentido, tal vez lo más interesante que revela el artículo es cómo se intenta poner en marcha esa dinámica de legitimación y validación desde el mismo lugar que dice reportarla. Dicho de otro modo, la selección hecha por la revista sería el implícito (y principal) respaldo a la promesa de rédito económico que se insinúa a través del paralelo de los artistas emergentes con las start-ups tecnológicas y con Google y Facebook.[1]

Es importante apoyar el desarrollo del mercado artístico local, como pretende la revista, y es lógico el timing del artículo, publicado luego de la pasada feria (Art Lima) y días antes de la inauguración de la feria PArC. Pero se diría que ese mercado artístico con sentido de inversión económica que se pretende promover aún no se vislumbra claramente cuando los criterios profesionales que se aplican a la inversión no parecen haber sido plenamente entendidos por quienes intentan impulsar ese tipo de mercado.

Acaso la maduración que importaría evaluar aquí no es la de algunos/as artistas emergentes, sino la del propio mercado artístico local. Pero dicha maduración aún queda por sopesarse no solo a partir de cifras y volúmenes de ventas, sino también de perfiles de compradores, cambios en las preferencias estéticas y las transformaciones del aparato de comercialización y sus dinámicas de funcionamiento de cara a las instituciones culturales.

Las recientes notas, artículos y textos sobre inversión en arte de algunas publicaciones locales de economía y finanzas más que apuntar a tal maduración del mercado de arte, dan cuenta de una búsqueda por catalizarla. ¿Pero eso es suficiente para lograrlo? ¿Qué tipo de estímulo se necesita en virtud del momento que atraviesa este mercado? ¿Y qué momento es ese? Al finalizar esta segunda feria, con algunos datos combinados, quizás podríamos tener una mejor idea de este proceso.


[1] Es preciso recordar que cuando una revista de finanzas alude a Google y Facebook, la idea de ganancia que invoca es cuantificable. Para ilustrar la magnitud de la ganancia insinuada, esta misma semana el Investor’s Business Daily reportaba que las acciones de Google han incrementado su valor en 1,171% desde su debut en 2004. http://news.investors.com/technology/042314-698153-google-executives-stock-voting-power-linked-to-growth.htm?p=full

Luis Camnitzer vino a Lima hace unas semanas. Y habló en el contexto de Art Lima. Y articuló una serie de críticas que se vienen planteando desde hace algún tiempo sobre el actual auge de las ferias en el mundo del arte y su dimensión (potencialmente) problemática.

Evidentemente, un discurso crítico como el suyo debe haber resultado algo incómodo para algunos/as, sobre todo en un entorno proclive a la complacencia como el local. Pero toda actividad pública se expone a la crítica y la crítica, bien articulada, entraña cuidado (propio de la reflexión) y ello implica una forma de generosidad.

No necesito reiterar que Camnitzer es una figura importante en el campo cultural. De hecho, un diario limeño lo llamó el “mayor referente del arte conceptual latinoamericano”. Pero, más allá de una línea en una nota informativo-promocional, la prensa local no publicó mayor cosa sobre el artista y teórico uruguayo. Hacerle una entrevista hubiese estado bien, especialmente considerando que la feria está patrocinada por un importante diario peruano.

Pero Camnitzer vino, habló (en la feria y en la PUCP) y se fue y la prensa local no parecía enterada. De hecho, conversando con una joven coleccionista limeña (quien cuenta con piezas del artista en su colección), me dijo que había oído que Luis Camnitzer venía a Lima pero que, dada la falta de cobertura en medios, pensaba que su venida era una suerte de leyenda artístico-urbana.

Sería poco creíble decir el problema fue que los/las periodistas culturales no sabían de quién se trataba, especialmente dado que averiguarlo es cosa de un click. ¿Acaso faltó interés? ¿A qué nivel? Resultaría paradójico pretender promover un evento artístico de este tipo y aspiraciones sin difundir las ideas y discursos sobre el arte, especialmente aquellos que se dan alrededor del mismo evento. Ello, porque un evento no es solo el evento en sí, sino que es también la manera en que éste se articula a su contexto y cómo dicho contexto responde. La prensa tiene un papel—y una responsabilidad—clave aquí. Una lástima la oportunidad desperdiciada.

El actual dominio del modelo “feria” en el mundo del arte es indiscutible. El mes pasado inauguraba ARCO en Madrid, demostrando lo que tiene el modelo de iniciativa comercial, de atractivo turístico-cultural y de evento profesional. Y de fiesta “popular” (a 40 euros la entrada, en medio de la interminable crisis, las comillas son indispensables). Según cálculos, visitada por unas 100.000 personas.

La presencia de 217 galerías y la visita de 250 coleccionistas, más el servicio gratuito de asesoramiento para la formación de colecciones (patrocinado por la Fundación Banco Santander) dejaba en claro su apuesta de mercado. Asimismo, la presencia de 150 directores de museo, curadores y otros profesionales invitados y una nutrida agenda de eventos profesionales (incluido el 3er Encuentro de Museos de Europa e Iberoamérica) indicaba su orientación al circuito profesional. Claro que no se trata de propuestas realmente separadas: una feria necesita mantener su nivel profesional si quiere tener resultados comerciales a lo largo del tiempo. No en vano casi el 25% del presupuesto total de la feria fue invertido en invitar a coleccionistas y curadores a Madrid (un millón de euros de los 4,5 millones de presupuesto).

Si bien los eventos e invitados son clave para tener un “nivel profesional”, una organización rigurosa importa mucho. Las presentaciones individuales y duales de artistas por las que apostó la feria acercó el montaje al formato de exhibiciones comisariadas (además de las secciones propiamente comisariadas). Ello permite ver y retener en mente las obras y la práctica de un/a artista, mientras que el formato mercadillo, que aún se ve en algunas ferias, es camino seguro al olvido (nota: alardear de la diversidad del stock no es una buena estrategia comercial, solo hace patente que no se tiene línea).

Es cierto que una feria impone un ritmo ajetreado al público (apenas dura unos días y hay muchísimo que ver), así como obliga a sortear las muchedumbres de visitantes, que pueden dificultar el recorrido, algo que no suele pasar en una exposición típica de galería o museo. Y también es cierto que, siendo un evento comercial, el éxito suele definirse en términos de ventas. Pero, precisamente, para artistas y galeristas ese mismo ajetreo y muchedumbre abre la posibilidad de sondear la respuesta del público ante las obras, a partir de las muchas conversaciones espontáneas que se dan con los visitantes (independientemente de su intención de comprar), algo que no suele ocurrir en una típica exposición de galería.

Solo participaron 3 galerías limeñas en el evento (80M2 Livia Benavides, Frances Wu y Revólver—aunque había más obra de artistas peruanos representados por galerías extranjeras). ARCO ha puesto su atención en Latinoamérica (la sección “Solo Projects” se centraba en la producción de artistas latinoamericanos), constituyéndose en una importante plataforma para la internacionalización del arte peruano. La feria fomenta encuentros entre profesionales y posibilita la incorporación de obras/artistas a colecciones importantes (particulares e institucionales). Así, por ejemplo, el Museo Reina Sofía adquirió la serie de fotografías “Suburbios” de Sergio Zevallos (presentada por la galería Espai Visor de Valencia) y la Comunidad de Madrid otorgó el premio-adquisición a la serie de dibujos “La Gloria Perdida” de Andrea Canepa (expuesta por la galería Rosa Santos de Valencia—Andrea presentaba simultáneamente una estupenda instalación en el stand de Frances Wu), que pasa a formar parte de la colección del Centro de Arte Dos de Mayo.

En la otra orilla, Art Lima abrió sus puertas esta semana. La feria ha buscado mayor orden, sumando secciones de Solos Shows y Nuevas propuestas a los Project Rooms y espacios institucionales (presentes en la edición previa). Pero también ha incluido dos módulos basados en medios:  fotografía y video. Esta decisión de recurrir a ese modelo más bien convencional (¿qué fue de la era “post-medium”?) probablemente sea una respuesta anticipada (o ansiosa) a la próxima edición de la Bienal de la fotografía de Lima, a inaugurarse en abril. Dejando constancia del logrado comisariado de la sección de video arte, cabe decir que el mix de criterios no resulta acertado.

El espacio presenta retos difíciles que ni el actual diseño arquitectónico del conjunto ni el sistema de señalización usado logran resolver. En ese sentido, el diálogo entre la estructura conceptual de la feria y su espacialización no logra ser lo fluido que debiera,  considerando la importante apuesta realizada.

Alegra ver que el programa de eventos de la edición de este año es más sólido e interesante. Tal vez valdría la pena generar espacios de intercambio que permitan el aprendizaje mutuo. En ese sentido, los Solo Projects de ARCO, comisariados por latinoamericanos, era una buena plataforma para el acercamiento entre ambos continentes.

En la línea de la internacionalización artística, la participación de la feria en el premio-adquisición EFG Bank – Art Nexus es un buena noticia (ha sido seleccionada la artista peruana Nicole Franchy, con la galería Jacobo Karpio de Costa Rica—la obra ganadora pasaría a formar parte de la colección EFG).

Art Lima trae un grupo diverso de galerías internacionales. Vale mencionar a Juana de Aizpuru, una de las galerías más conocidas de Madrid. Si en ARCO Juana de Aizpuru tiene un perfil digamos más “conceptual”, en Art Lima ha optado por traer pinturas y fotografías de estética y/o formatos más manejables (según ella misma). Me detengo en este punto porque probablemente ilustra qué idea se tiene en Europa del mercado limeño.

Como iniciativa fundamentalmente comercial, una feria tiene que juzgarse también en cifras. Pero aún quedan por verse las cifras del año pasado (las de ambas ferias) y las de este año, para poder evaluar su evolución. Y queda también por verse la segunda edición de la feria PArC, a inaugurarse apenas el mes que viene.

Lástima que entre ambas ferias limeñas—internacionales las dos—no lograsen ponerse de acuerdo como para conseguir una mejor articulación de las fechas. Si por un lado ha sido acertado evitar la total simultaneidad, como ocurrió el año pasado, la brecha de un mes conspira contra la posibilidad de sumar el poder de convocatoria y de difusión de ambas. ¿Se debió esto a intransigencia o a falta de planeamiento? En cualquier caso, el hecho revela que el aparato comercial del arte limeño aún no parece enterase de si hay un recurso verdaderamente escaso en el mundo internacional del arte es el tiempo. Por lo visto, en medio de los festejos en curso, queda claro que para ciertas cosas aún habrá que esperar.

Dos episodios clave de los que he sido testigo sugieren algunos procesos de transformación en el sistema artístico peruano: el primero, la aparición de las ferias de arte en Lima: Art Lima: Feria Internacional de Arte de Lima, en la Escuela Superior de Guerra del Ejército del Perú, y PArC: Perú Arte Contemporáneo, en el Museo de Arte Contemporáneo de Lima, inauguradas simultáneamente el 24 de abril.

El segundo, difundido en prensa paralelamente al primero, el anuncio de ruptura entre uno de los artistas peruanos más destacados, Ramiro Llona, y su galería: Lucía de la Puente, la mayor galería comercial del país. En su página de Facebook el artista hablaba de un cobro abusivo: la comisión de ventas de la galería pasaba del 35% al 50% (siguiendo el “estándar internacional”), incremento que hubiese regido desde el inicio de las ferias.

Para alguien próximo a las lecciones de la crisis española, la duplicidad de las ferias limeñas puede resultar desconcertante, cuando no absurda, especialmente si se ha prestado atención a los debates sobre la sostenibilidad del boom de ferias global. Sin embargo, las ferias limeñas han tenido otro boom como referente, por lo que el potencial desgaste para la escena artística, producto de la duplicidad, probablemente no se ha tomado en cuenta.

Ambos episodios, que generaron bastante revuelo mediático (y facebookero), tuvieron como marco político-económico el Foro Económico Mundial para América Latina—estandarte del crecimiento económico peruano—inaugurado en Lima el mismísimo 24 de abril. De hecho, una de las ferias fue inaugurada por el Presidente del Consejo de Ministros del Perú, Juan Jiménez, quien en su speech aludió al “intercambio cultural nacional e internacional, a través del arte”, evocando sus propias palabras en el Foro Económico sobre el “intercambio internacional” vía inversión extranjera.

Todos los eventos mencionados conciernen a una “expansión de mercado”. Siendo el modelo comercial dominante en el mundo del arte global, el surgimiento de una feria de arte peruana en medio de la bonanza proclamada por el Foro Económico, entraña una apuesta por un mercado internacional. Además, en pleno boom inmobiliario limeño (que supone muchas nuevas paredes vacías que decorar), consolidar un mercado artístico local es una oportunidad dorada, especialmente cuando junto al auge económico surge la “necesidad” de diferenciación social, para la cual el arte históricamente ha jugado un papel clave. Es en este escenario de creación de oportunidades comerciales e internacionalización que salta el tema de las comisiones de venta de las galerías con el anuncio de Llona. Pero el reclamo de uno de los artistas peruanos más reconocidos anuncia también una crisis generada por dicha expansión del mercado artístico.

Organizar y financiar ferias promueve un mercado expandido. La típica afluencia masiva de público supone muchísimos/as compradores/as potenciales (además de los previews para coleccionistas). Pero, más importantemente, instituir el evento impulsa el (re)ordenamiento del sistema artístico local. Una feria congrega galerías, curators, artistas, dealers, coleccionistas, críticos/as, etc., de distintos países en un mismo lugar y momento, lo que la convierte en una plataforma excepcional para el networking y el intercambio de información, conocimiento, chismes, etc., lo que genera oportunidades de circulación internacional para agentes y obras. Ello hace de una feria un dispositivo para impulsar otros paradigmas de valor estético y económico.

Lo dicho implica nuevas y reeditadas pugnas de poder en el mundo del arte. Por ejemplo, para una galería, el retorno de la inversión en una feria está ligado a su selección de obras, motivo de tensiones internas con sus artistas: ¿cómo, cuánto y en quién invierte la galería y cómo maneja las oportunidades comerciales y promocionales? Asimismo, un nuevo evento invita a nuevas rivalidades y alianzas. Surgen así iniciativas paralelas a los eventos “oficiales” como alternativa, como la Feria autogestionaria APUFF (cuyo correcto montaje contrastaba con el modelo curatorial “marche aux puces” de más de un stand peruano en las ferias grandes). También hay conflictos generados por la chapucería. Precisamente el 24 de abril, el artista español Alán Carrasco denunciaba el retiro/censura de su tríptico Iconoclasia de una de las muestras de la feria Art Lima. Tardíamente, los organizadores explicaron que la nacionalidad del artista rompía la “coherencia” de esa curaduría de su Feria Internacional (curaduría cuya visión limitada—y provinciana—estaba aparentemente en las antípodas del discurso inaugural dado por Juan Jiménez).

Sin datos, es difícil evaluar la expansión de mercado: ¿Cuánto dinero generaron las ventas en las ferias (su propósito fundamental)? ¿A qué colecciones importantes ingresaron determinadas obras/artistas (lo que genera prestigio y puede abrir las puertas a museos, a través de préstamos y/o donaciones de coleccionistas)? ¿Cuánto interés despertaron las/los artistas locales en curators y críticos/as de fuera (facilitando proyectos y/o exposiciones internacionales)?

No obstante, las pugnas surgidas insinúan las complejas condiciones de esta expansión de mercado artístico (que involucra la internacionalización de las comisiones de venta, de los circuitos de exhibición, de los precios, etc.). Dicho sea de paso, las implicaciones de esa expansión cambian según su marcador: montos totales, volumen de transacciones, número de participantes, etc. Una expansión por especulación es muy diferente a otra basada en un creciente interés público en la producción artística. Evidentemente, lo segundo es más viable con un aparato institucional sólido (museos, centros de arte, publicaciones especializadas, escuelas, etc.).

Los legítimos reclamos de Llona, un artista establecido, y de Carrasco, un artista emergente, dan cuenta de un modelo de relaciones laborales artísticas en crisis. Solo con acuerdos colectivos más claros y mejores será posible desarrollar el aparato artístico local en articulación con los circuitos internacionales. Así no se hubiese censurado la obra de Carrasco, el episodio evidencia el mal manejo curatorial de su obra, tan lejano de cualquier “buena práctica” expositiva cuanto de las expectativas generadas en el artista. Por su parte, Llona advierte que sólo los estándares de comisión de ventas de galerías se pretenden internacionalizar con exactitud numérica, mientras que los estándares de contraprestación por dicha comisión parecen no existir. Desarrollar una carrera artística excede la intermediación de ventas pero aquí solo se especifican tarifas.

De hecho, una apuesta fuerte por la comercialización necesita correlatos para otros eslabones de la cadena de valor artístico: la producción, la investigación y la difusión, actividades propias de ese “aparato institucional sólido” que puede respaldar un interés creciente y sostenido en el arte: no solo una expansión del mercado sino también del público del arte.

Se cosecha lo que se siembra, dicen. Generar mejoras colectivas en este campo profesional requiere del sentido de co-responsabilidad de quienes operamos en él. Sostener e impulsar estos otros aspectos de la actividad artística—producción, investigación, difusión—tendría que ser un esfuerzo compartido. ¿Digamos al 50%?

Como tantos otros (malos) profesores, prefiero a las/los estudiantes que hacen las tareas, que estudian, que leen y me retan intelectualmente, a las/los que no lo hacen (o meramente me desafían disciplinariamente). Esta preferencia da cuenta de mis limitaciones pues implica la externalización de responsabilidades pedagógicas en cuanto a la disposición académica: “así vinieron de casa”, ergo, la culpa es del otro: de las/los estudiantes, de sus padres y madres, de la genética, del sistema escolar, del ministerio de educación, de los gobiernos, del sistema-mundo, etc. Pero el sistema-mundo es mi dato operativo, no mi coartada, y mi clase es mía y mis capacidades de motivar son mías y me tocan las/los estudiantes que me tocan, no otros. A fin de cuentas, para enseñar a las personas que ya saben (y saben aprender por sí mismas), solo basta con no interferir en su proceso de auto-aprendizaje. Estoy hablando de la enseñanza universitaria, que enseñar en el colegio son palabras mayores.

Hoy, dos nociones cobran centralidad en política educativa: rendición de cuentas (que suena democrático) y estándares de calidad (que suena a gestión eficiente). Y, como un modelo institucional que articula ambas ideas, surgen las “instituciones educativas de excelencia”, con sus rigurosos procesos de selectividad académica. Así, las cuentas que rinde un colegio parecen medirse en un porcentaje dado de estudiantes aprobados y/o en una nota promedio mínima en pruebas estandarizadas, establecidas como cifras que cuantifican la calidad. Pero esta gestión burocrática de la calidad socava el sentido democrático que subyace a la rendición de cuentas, tal como hace patente el modelo del “colegio de excelencia”—y su tácito correlato, el “colegio de decadencia”—.

Es más fácil elevar los promedios académicos con “mejores” alumnas/os, como es más fácil para un hospital tener mayores tasas de supervivencia si solo atiende a enfermos leves. El lema podría ser “¡Que de los casos difíciles se ocupen otros!”. Sin embargo, en los “casos difíciles” radica el reto pedagógico y, sobre todo, su dimensión democrática, en tanto que los “casos fáciles” (aquellas/os alumnas/os con más probabilidades de éxito escolar) usualmente los conforman quienes ya tienen más oportunidades—y las oportunidades antes que llegar por el azar, llegan por el privilegio—.  

No es posible sostener la pretensión democrática de la selección académica, como si su ranking fuese aleatorio. Al contrario, la selección académica es realmente selección social. Es más probable que un/a estudiante que proviene de una familia con privilegios sociales, económicos y educacionales tenga éxito académico que un/a estudiante de un entorno desfavorecido. Puesto en términos prácticos, un padre y/o madre o tutor/a con formación esta en mejor posición de ayudar a su hija/o con la tarea que alguien sin educación. Y un/a padre/madre con recursos puede pagar refuerzo académico extra-escolar. Igualmente, si en casa hay computadoras, libros, revistas, películas, oportunidades de viajar, etc., es más probable que se tenga mayor cultura general a que si en casa no hay nada de eso. Luego, los resultados de selectividad académica están vinculados al extracto socio-económico.

Más aún, si los recursos asignados a las “escuelas de excelencia” son mayores que aquellos disponibles para las “escuelas de decadencia”, solo se reforzarán las desigualdades de base. De hecho, la escuela ya juega un rol clave en la configuración de las desigualdades sociales, en la medida en que es un marcador de clase social: dónde se estudia implica con quién se estudia. Aquí el lenguaje de la calidad y de la rendición de cuentas permite “justificar” hacer de la escuela pública un espacio de socialización cada vez más selectivo en materia socio-económica.

La pregunta de fondo es ¿cuál debe ser la posición de la educación pública frente al status quo? Si bien la escuela suele reproducir desigualdades, no obstante, su misión política y social ha sido combatirlas (especialmente la pública e incluso cualquier escuela privada con un sistema de becas). Hoy, en cambio, se plantea alinear la escuela pública con la desigualdad como si fuese una mera consideración técnica—metodológica u organizativa—. Que no quede duda, no hablamos de abandonar el reto de la desigualdad, hablamos de traicionar la igualdad como causa.

Ese “paraíso” docente de una clase conformada íntegramente por alumnas/os ejemplares solo puede existir a costa de otra clase donde converjan las dificultades de aprendizaje, las historias de disfuncionalidad familiar y la exclusión social. Y no hay manera ética de preferir eso.

Todo lo que uno “sube” a la red contribuye a generar eso que llaman “reputación digital”. Ello incluye este post y también cualquier comentario en Facebook, cualquier tweet, etc. Un artículo publicado el pasado agosto en Wired sobre la “nueva economía de la reputación” plantea cómo toda transacción e interacción online (comentarios, personas que “amigueamos”, medallas de 4Sq que ganamos, etc.) va trazando nuestra confiabilidad, la que sería una mercancía potencial y potencialmente valiosa. En el mundo online, lo personal es lo político-económico y la confianza es una mercancía en potencia.

Aunque la reputación como capital simbólico no es cosa nueva (e.g. el prestigio), como tampoco lo es la historia crediticia—una forma de reputación—como herramienta financiera (por ejemplo, los credit scores), la “huella digital” como medida de la reputación y marcador de confianza tiene implicaciones muy problemáticas. Mientras que un “credit score” se traza de forma relativamente directa (predeciblemente, nuestros pagos de hipoteca, de recibos de luz, de teléfono, etc., pueden computarse como información económica para calificarnos como sujetos de crédito), los posibles alcances de la genérica “reputación-mercancía” se dispersan y difuminan en el espacio y tiempo: cualquier gesto olvidado de nuestra vasta huella digital puede ser resucitado mañana, como tantos otros “esqueletos en el closet” (¿te acuerdas de ese comentario malsonante que hiciste hace unos 10 años en un foro online, a las 4am, luego de una fiesta? Yo tampoco. Pero por ahí está).

Esto me interesa y me preocupa porque afecta al concepto de confianza y a la comunicación/interacción, que es central a la práctica cultural (y a todo, más exactamente). No es un problema de protocolos o de modales, que desde siempre una/o los cuida celosamente, more or less. Más bien, el problema atañe a la internalización de la vigilancia a la que ello nos obliga—cada vez más despiadada (si bien hace mucho que somos nuestro propio policía)—pero, sobre todo, a la ubicuidad y la implementación radicalmente extemporánea de esta vigilancia: la nueva “antropología forense digital” excava en nuestro pasado buscando los esqueletos que mañana pida su cliente (cuyo propósito no podemos anticipar). Cual historia de Philip K. Dick, la “persecución” nos viene del futuro y, en plan Kafka, ni siquiera sabemos por qué nos “buscan”.

Una/o no escribe, comenta, participa en la red para generar “confianza” a ser convertida en “capital virtual”. Una/o escribe, por ejemplo un blog, como quien deja una pregunta abierta al otro. En ese sentido, escribir (por ejemplo, esto) supone una suerte de voto de confianza en el futuro: un testimonio para el otro que viene del futuro (mientras se escribe una/o solo puede especular la existencia de sus lectoras/es).

La participación se ampara en la confianza. Una/o participa porque asume la buena disposición de las personas involucradas (Lévinas in a nutshell: la amabilidad siempre tiene primacía, pues todo encuentro, incluso uno malintencionado, empieza con una bienvenida, “buenas”). Porque cree en la posibilidad de coordinar y movilizar voluntades, de construir algo: un proyecto conjunto, un legado para la comunidad y desde la comunidad, por ejemplo.

En su versión inglesa, la palabra confianza, trust, evoca términos como truce (tregua) y truth (verdad). Tal vez la confianza pueda pensarse como una “tregua anticipada”, en la medida en que nuestras interacciones y especialmente nuestra participación en cualquier proyecto también da lugar al disenso, al conflicto, a la confrontación (a fin de cuentas, el mundo cultural es uno de constantes pugnas de poder y negociaciones diversas). Pero, sobre todo, la confianza tal vez entrañe una cierta “generosidad en la interpretación” (y esta quizás sea la principal forma de generosidad que haya).

Dado que la red recuerda y archiva todo, la contraparte de su éxtasis 2.0 de libre-expresión es esta paranoia de la quinta enmienda a la que nos somete. ¿Cómo participar, aportar, comentar, escribir, etc., confiadamente sin temor a que lo dicho vaya a ser usado en mi contra? Ante una potencial “STASI” digital, interna o externa, una/o anticipa, y, por tanto, filtra, e intenta delimitar y limitar sus enunciados: auto-censura. Parecería entonces que el universo online lleva a la plenitud ese proverbio árabe de “uno es amo de sus silencios y esclavo de sus palabras”. Pero es incluso más que eso, pues el alcance de la reputación va más allá los deslices a ser evitados u ocultados: no solo somos esclavos de nuestras palabras, sino también de nuestros silencios. La reputación online concierne especialmente a los patrones de comportamiento: nuestra “conformidad ideológica” con el status quo. (“¡¿No tienes Facebook?!” es nuevo marcador de bicho raro.)

La estructura de la experiencia se abre a un encuentro con aquello que no se puede anticipar, aquello que potencialmente puede quebrar nuestro horizonte de expectativa, de certeza. Por ello resulta difícil abrirse a la experiencia desde la expectativa de la vigilancia, por ejemplo. Confiar, en ese sentido, no es lo mismo que anticipar: confiar es acoger lo que venga. Por ejemplo, acoger el itinerario potencial de unas palabras “legadas”, a ser tomadas por el otro—y el valor de un legado radica en su posibilidad de abrirse, de extenderse—. Por eso un itinerario paranoico es totalmente contrario a ello. Pero también lo es el cálculo del marketing y la autopromoción.

Pero aún así escribimos, comentamos y declaramos, (casi) confiadamente, es decir, poniéndonos voluntariamente en manos de la voluntad del otro. Nuestras interacciones y comunicaciones son un testamento que opera como una “última voluntad”: la propia voluntad intentando ir más allá de su alcance, articulándose a otra voluntad. Después de todo, nuestra última voluntad no puede ser nunca nuestra pues depende de otro tomarla o dejarla. Lo mismo que estas palabras. ¿No es, pues, la confianza un ejercicio de agencia desempoderizada?

¿Qué debe hacer el sector cultural español ante la crisis? Es una pregunta tan mala como urgente. Por ello ando preguntándome, en vez, ¿qué haría yo ante la crisis? Es decir, qué haría desde una función institucional del sector cultural y, más puntualmente de museos, que es lo que conozco de primera mano (aunque mi experiencia sea más bien yankee). En breve, me pregunto qué haría para hacer, así, sin dinero.

En clave optimismo self-help se dice que lo positivo de la crisis es que obliga a aguzar el ingenio y poner en marcha la creatividad. Claro, para diseñar una programación “a la medida” del tijeretazo. ¿Pero realmente solo basta con abaratar costos? Programar barato en alineación normativa con la nueva “realidad económica”, impuesta ideológicamente, sí que es posible. En el “tercer mundo” la programación low cost es práctica corriente—que suele pasar por la factotum-ización obligatoria de los trabajadores de la cultura y/o por su precarización—. Pero la imposición de un límite de “gasto” en cuanto al capital financiero no entraña que ese límite aplique a toda forma de “capital”. En ese sentido, simplemente programar actividades “baratas”, sin buscar redistribuir, al menos, capital simbólico, es acatar el recorte y reproducir su lógica para otras formas de capital.

El mercado laboral de la cultura lleva mucho tiempo siendo una suerte de factory outlet, donde la especulación produce mayores “ofertas” que entrañan mayores niveles de explotación. Una instancia ilustrativa de ello es la actual normalización de la presencia del becario/a en las instituciones culturales, cuya “remuneración” es inmaterial (experiencia, oportunidades, currículum, contactos, etc.) pero cuya contratación demanda habilidades y conocimientos que suponen elevados costos materiales para ser adquiridos (diplomas, títulos de grado y/o de postgrado).

Si bien insisto en que recurrir a este tipo de mano de obra “gratuita” es contraproducente, muchas veces se da el caso de que ya se cuenta con becarios como parte de un programa de internships que ya opera en la institución y que no depende de uno/a financiar ni desmantelar (aunque la “ley de mecenazgo” quizá permita recaudar fondos para salarios). Pero hay formas de recompensa y reconocimiento institucional que sí pueden conseguirse: descuentos en cafetería y tienda, invitaciones a eventos especiales (galas, vernissages, actos con artistas), otorgar membresías (por una duración mayor al tiempo de contrato), regalar entradas de cortesía y merchandising, dar vouchers de consumo (de la propia institución o de sus empresas patrocinadoras), etc. Además, hay reconocimientos a título individual, como una invitación a almorzar, regalar un libro, etc. Pero lo más importante es retribuir con capital simbólico. Habría que invertir (cuanto menos tiempo) en capacity building para los colaboradores, sean pagados, mal-pagados, o sin remuneración, y respaldarlos institucionalmente en su desarrollo. Un museo legitima y ese es un valor que puede usarse.

Es posible abrir el museo (centro cultural, sala de exposiciones, etc.) a las propuestas de sus colaboradores, especialmente a aquellas que no suponen mayor inversión monetaria. Y ya que vivimos bajo el mantra “no hay dinero”, no es posible malgastar el dinero que no se tiene. Luego, se pueden tomar riesgos sin mayor riesgo económico, como el de realizar algunas propuestas del staff flotante o interino. En ese sentido, aún así uno pretenda racionalizar las prácticas como una oportunidad de “hacer currículum”, sabemos que eso no equivale a poder poner en un CV “del 2012-2013 trabajé en la institución tal, en régimen de semi-esclavitud” (y sin mencionar, “sirviendo café y sacando fotocopias”).

Asumido el objetivo de capacity building, los recursos intangibles del museo (know-how, información, conocimientos, etc.) serían puestos al servicio de la propuesta de nuestro/a colaborador/a, para desarrollarla lo mejor posible. Pero no por ello el crédito del proyecto debe ser absorbido por la institución: sí, un/a rookie, estudiante o recién graduado/a,  puede tener su nombre en letras en vinilo sobre la pared o en el boletín del museo o en un brochure o, al menos, deletreado con algunos de los 140 caracteres de un tweet del museo, según corresponda a la envergadura del proyecto en cuestión.

Dinero falta, sin duda, pero hay mucha energía no utilizada en las instituciones, especialmente cuando el tedio aumenta y las retribuciones monetarias bajan. Pero el tiempo que se desperdicia, apáticamente, puede aprovecharse, las fuerzas dispersas pueden reorientarse, las capacidades no-empleadas reutilizarse: todo se puede reconducir. Y, en ese sentido, la energía que existe “alrededor” de una institución también puede movilizarse: a ello apunta la importancia creciente de las estrategias que buscan hacer converger las energías colectivas.

Pero para canalizar los esfuerzos y energías de dentro y alrededor de la institución, su “capitalización” debe ser redistributiva: programas para la institución, aprendizaje para el personal en general (o al menos el departamental) y experiencia de valía y prestigio para el staff “menor” artífice del programa (para no circular a los de siempre, como siempre). Hacerlo no solo es retribuir en “barato”; es reconfigurar las relaciones de poder al interior de la institución. No hay que dejar que el “modelo de descuento” revolucione, para mal, el sector, haciendo de la oferta cultural un remate: cultura de saldos. El mero abaratar no es ejercicio creativo si replicamos el modelo Bankero: cobrar igual, contratar a menos y por menos, producir reduciendo costes y bajando la calidad, para quedarnos igual con el crédito (pun intended).

Más bien, creo que habría que iniciar algo así como una revolución low cost de nuestras instituciones, transformando desde nuestra posición particular sus dinámicas y protocolos para que opere de formas más redistributivas (con sus oportunidades, sus intangibles, sus recursos, etc.). A la par, hay que continuar buscando formas para una justa remuneración económica del personal. Es un tema crucial para el desarrollo del campo cultural que, por lo tanto, debe estar en la agenda institucional; la interna y la pública.